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El desafío
Inmortales mientras nos recuerden
El padre le tenía dicho a Balbino que el día de su nacimiento plantó el olmo junto a la puerta. Hacía 79 años. Balbino, ya desde niño, con su mirada saludaba al árbol cada jornada a la primera salida que hacía de la casa: -¡Aquí estoy!
Al niño le parecía que el árbol, en silencio, afirmaba del mismo modo su presencia continuada: -“¡Yo también!”
El olmo añadía al saludo del niño el recuerdo del padre.
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Durante años, muchos años, al árbol le caían las hojas. En primavera volvían a brotarle de nuevo. A Balbino cierto día le asaltó una sospecha. Se cuestionó quien duraría más, el olmo o él. El árbol seguía firme en su mutismo. Esta actitud silenciosa mostraba seguridad en sí mismo. Balbino envejecía. El árbol también. Balbino sentía la inquietud del paso del tiempo. El árbol se mostraba impasible.
- Cuando mueras, ¿quién evocará a mi padre? – peguntó al árbol.
Un día Balbino percibió las hojas del olmo salpicadas de manchas negruzcas y un incipiente color amarillo. Cayeron prematuramente. En la primavera no brotaron de nuevo. El árbol había muerto.
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El viejo Balbino, ciertamente, había sobrevivido al árbol. Había vencido en el desafío de la sobrevivencia, pero nada ya le volvería a evocar el rostro de su padre, desvanecido en la niebla del valle frente a la casa.
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Entrevista de J. Monreal en La Tribuna de Cuenca:
El Día Mundial de la Filosofía (19 de noviembre) se estableció para destacar la importancia de esta disciplina, especialmente de cara a la gente joven, y también para subrayar que la filosofía es una disciplina que estimula el pensamiento crítico e independiente, a la vez que es capaz de trabajar en aras de un mayor entendimiento del mundo, promoviendo la paz y la tolerancia.
«Así lo establecen las Naciones Unidas, aunque no deja de ser curioso que tengamos que establecer una conmemoración en un día señalado para algo que es fundamental en nuestras vidas como es la filosofía», señala Abelardo Martínez Cruz, profesor de esta materia durante más de cuarenta años y ‘filósofo’ de vocación, al que la vida ha llevado por diversos caminos discursivos por donde la filosofía ha sido su eje fundamental.
«Nunca fui a clase sin prepararme el tema del día y he procurado hacerles ver a los alumnos que la filosofía no es algo que se estudia -como materia de clase- sino que es la vida misma», dice el profesor , quien lamenta que en los planes de estudio -en todos- se haya tratado tan mal la filosofía, haciéndola poco atractiva.
«Se acabaría con este problema si hubiese un criterio claro de incardinarla con los asuntos cotidianos de la vida. Yo comenzaba mis clases partiendo del hecho cotidiano y a partir de ahí trascendíamos a las ideas. Si te quedas en los hechos no haces filosofía y si sólo te quedas en las ideas tampoco se avanza», dice el profesor Martínez Cruz quien a lo largo de su amplia trayectoria docente ha impartido clases a miles de alumnos «de los que he aprendido, casi tanto como de los libros», apunta sonriendo, «porque el contacto con el alumnado es fundamental para hacer bien tu trabajo», dice este filósofo ‘sin carnet’, quien señala con cierta tristeza la falta de capacidad de abstracción y de distancia de los hechos «lo que nos lleva a vivir una existencia plana, sin alicientes y en cierto modo ‘cutre’, haciendo cierto el dicho de que los árboles no nos dejan ver el bosque. El ser humano tiene que alejarse de lo cotidiano y reflexionar porque de esa reflexión nace todo lo que nos rodea, desde una idea hasta una civilización».
Alejado de la enseñanza, por su jubilación, Abelardo mira -ahora si- con cierta distancia la evolución del alumnado actual y la compara con el de su época «advirtiendo que todo ha cambiado en muchos sentidos, y no sé bien hacia donde caminamos. La evolución, de la filosofía en las aulas, ha ido a peor cada día, como consecuencia de los malos planes de estudios y la mala consideración de la asignatura, que se ha visto relegada a un plano secundario. Si a esto le unimos que la sociedad actual se ha vuelto tremendamente materialista y el pensamiento no está de moda..., el resultado es el que tenemos: un panorama educativo con muchas carencias y con fallos en la base; en el pensamiento que es lo fundamental», dice el profesor.
Preocupado por impartir la asignatura de modo inteligible para los alumnos, Martínez Cruz se esforzaba cada curso en renovarse y no caer en la monotonía de la repetición de temas.
«Cada fin de curso, rompía todos mis apuntes y esquemas diarios y hacía ‘borrón y cuenta nueva’ de cara al siguiente año. Era una forma de no repetirme y de evolucionar, al tiempo que me adaptaba al alumnado de cada año, ya que no es lo mismo impartir filosofía a quienes estudian letras que a quienes eligieron ciencias. Preocuparte por las clases, no sólo beneficia al alumno, sino al profesor, y eso es algo que siempre he mantenido hasta el último día en el que impartí clase», dice el veterano profesor, quien siguiendo el ejemplo de los clásicos griegos, no desperdiciaba la ocasión de compartir charla y experiencias con los alumnos «imitando a los peripatéticos, y la vieja idea del aula abierta, sin tarimas ni distancias entre educador y educando. Cierto es que no eran muchos los alumnos que acudían a estas ‘tertulias’ improvisadas, aunque todavía hay algunos -hoy profesores- con los que sigo manteniendo contacto y recordamos los viejos tiempos».
Vocación literaria. Al margen de su profesión docente, Abelardo Martínez Cruz ejerce «en los ratos libres, que ya son muchos por estar jubilado», dice, la faceta literaria que le ha llevado a escribir dos novelas. Una de ellas, ‘Terra levis’, ganadora del premio literario de novela histórica.
«Esa fue mi ópera prima, y me animé a seguir, y es de donde surge la segunda, titulada ‘Los epílogos nunca se escriben’, en la que plasmo sentimientos y vivencias, ya que la acción transcurre en un pequeño pueblecito conquense, protagonista de los hechos cotidianos que son los que de verdad importan. En este trabajo sí aplico la filosofía, partiendo de la reflexión y de los recuerdos. Utilizo los elementos simples que todos tenemos a nuestro alcance, como puede ser el mirar cómo arden la leña en una chimenea, para evocar -por ejemplo- la Fragua de Vulcano y de ahí trascender y reflexionar sobre el arte. Un simple atardecer o caminar por una calle del pueblo, evoca sensaciones que he tratado de plasmar», señala Abelardo, quien nunca ha sido partidario de darse demasiado a conocer, «y aún más tratar de pasar inadvertido y vivir con sencillez donde no te distingas por nada. Me gusta mezclarme con la gente y aprender de las pequeñas cosas, de la ‘filosofía popular’ que es una de las mejores escuelas que uno puede tener en la vida», comenta el profesor, quien en más de una ocasión estuvo tentado de iniciar «seriamente» una andadura literaria «cosa que no descarto, porque lo que sí tengo es tiempo, y nunca me faltan ganas de ponerme a escribir. De hecho, ando ahora mismo enfrascado en un texto literario de un género complicado como es el ensayo, que no sé cómo ni cuándo voy a terminar, porque todo lo que se hace es continuación de lo anterior. Lo que sí me marco es la costumbre de no dejar ni un sólo día sin escribir nada; lo hago casi como obligación aunque nadie me controle, pero para mí el escribir me anima y me motiva. Pienso que hay tres modos de discurrir: el primero de ellos, andar. El segundo, leer y entender lo que lees y un tercero, escribir, porque se escribe discurriendo, que es un modo de caminar y de pensar. Este discurso es el que te mantiene vivo y alerta en el día a día porque cada amanecer tiene su afán», dice el profesor, quien desde la distancia que ofrece su status de jubilado, ve la enseñanza sin nostalgia alguna, «aunque ha habido épocas en las que echaba de menos la docencia. Confieso que he sido feliz impartiendo clases y disfrutaba con lo que hacía, pero llegó un momento, cuando me jubilé, que no sabía qué hacer, aunque pasó pronto y en cierta medida me sirvió para pasar página y dedicarme a lo que hago actualmente, que es leer y escribir, sin prisa pero sin pausa...».
Lee y escribe a diario, y repasa viejos textos de los grandes filósofos - los griegos, en los que se cimenta la filosofía- y los más recientes, en los que se percibe la evolución del pensamiento.
«Me gustan muchos, pero hay una figura clave en la filosofía que no podemos pasar por alto, y es Kant. En sus obras está toda la filosofía, porque fue capaz de aunar racionalismo y empirismo, y siempre tiene presente a los grandes, Aristóteles y Platón, así como a los medievales, entre los que destaca Santo Tomás», dice Abelardo, quien apunta que «en España no abundan los grandes filósofos, aunque los haya de la talla de Ortega, Zubiri, María Zambrano o Julián Marías, tal vez porque vivimos mucho más en la superficie -como dice Ortega en las Meditaciones del Quijote- al contrario que hacen pensadores de países de Europa Central. Puede que el clima y las condiciones geográficas también influyan en nuestro carácter ‘impresionista’ frente al de los alemanes que son más reflexivos. Aun así, aquí tenemos grandes filósofos, no sólo ‘académicos’ sino en su forma de vida y costumbres...», apunta el veterano profesor, quien insiste en la necesidad de «leer y de entender lo que se lee, de analizar cada texto, por simple que parezca, porque de todo ello se pueden sacar consecuencias y siempre habrá algo que nos pueda aportar. Quien no lee no es capaz de escribir y si no provocamos en los niños el hábito de lectura, mal camino llevaremos. Estamos en un momento de la historia, en el que todo avanza vertiginosamente, y ese mismo avance hace que caduque casi al instante. La llamada sociedad de la información, a la que todos tenemos acceso fácil está provocando un fenómeno curioso y a la ver preocupante: tenemos tanta información que estamos descuidando la formación, y eso sí que no conduce a ningún buen destino».
Poema diario. Cada mañana, fiel a sí mismo, Abelardo empieza el día con la lectura de un poema. Tras la lectura, toma sus notas y sale a la calle a disfrutar de la mañana y, en definitiva, sentir que la vida merece la pena...
«Queda mucho por hacer, pero no me agobia el no llegar a realizar todo aquello que me gustaría», comenta el profesor, quien vuelve a recurrir a su viejo amigo, Kant, y señala «que de lo que se trata es de vivir el instante con sencillez y con alegría. Degustar las pequeñas cosas y asimilarlas con alegría. Para eso también sirve la filosofía, de la que muchos hemos hecho nuestro medio de vida, siendo al mismo tiempo un modo de vivir. Me gustaría hacer muchas más cosas de las que he hecho en el pasado, pero no me preocupa el paso del tiempo como a Unamuno con su ‘No quiero morir’, sino más bien como Séneca, para quien el tiempo será como un gran océano en el que todo se va a ocultar. Por eso, pienso que hay que vivir cada día como si fuera el último. Lo demás, vendrá por sí solo; porque, como decía Aristóteles, ‘seremos eternos hasta que nos recuerden’».
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Las creaciones de arte las solemos conocer por las reproducciones que se han hecho de las mismas. Sabemos que son todas ellas “re-presentaciones”, una imagen, hasta cierto punto, una falsificación, otra cosa diferente del original. Por eso, cuando existe la posibilidad de apreciar la obra original acudimos a su contemplación con una predisposición que puede llegar, incluso, a una devoción. La actitud del espectador difiere en uno y otro caso. Tal sucede en la muestra actual de las creaciones de Kandinsky en un centro de exposiciones en Madrid.
Advertí una cierta veneración ante las obras del pintor ruso, manifestada en la actitud de quienes transitábamos por estancias donde se exhiben sus originales hallazgos. La obra auténtica de arte tiene virtud propia e irradia una fuerza en su entorno que emociona. Separada de su creador, adquiere vida y se convierte en un sujeto independiente que ejerce una seducción en quienes la contemplan. La obra de Kandinsky, en su conjunto, es un tótem de la cultura actual y como tal anima en cualquier sentido que quiera dársele a la emoción que suscita. Situados ante ella, la creación singular, auténtica, ejerce un poder en su entorno que hace del momento de su contemplación un instante significativo en la vida del espectador. Mientras la contemplamos vivimos bajo el influjo de su virtualidad. Nos sentimos privilegiados y, en cierto modo, llevamos a cabo un acto que suponíamos que nunca podríamos realizar. Por eso, cuando hemos tenido ocasión de contemplarla, hemos acudido a ver lo que durante mucho tiempo habíamos deseado y, a pesar de todo, nos habíamos resignado a nunca ejecutar.
¿Por qué Kandinsky?
A veces, ante una obra pictórica de la actualidad, oímos preguntar qué representa. El espectador quiere ver traído al reducido espacio de un cuadro una porción singular de mundo, un paisaje, una persona, una plazuela o una calle. Parece que la realidad material, frente al artista, pretende imponer su presencia en el cuadro y cuanto más fiel se represente mucho mejor. A veces aceptamos que esa presencia de la realidad sea interpretada por el artista, y haya, por tanto, subjetividad y cierta deformación. Pero en todo caso es la presencia de la realidad exterior la que impone su efectiva representación. Sucede en los impresionistas. Éstos atraen la atención del espectador actual por esa interpretación suya personal que nos seduce porque no es nuestro habitual y aburrido modo de ver. Nos liberan de la monotonía. Su actividad interpretativa transforma los paisajes y los representan de otro modo. Ellos nos enseñaron a ver diferente lo que estaba siempre ahí, ante nosotros.
Kandinsky, sin embargo, no necesita el objeto físico ante sí. Sus cuadros son creaciones interiores de su espíritu. Surgen espontáneos. Su espiritualidad es la fuente de donde procede aquello que llega a la tela. Se diría que hay una fuerza interior del artista hacia el exterior del mismo que está esperando ser reflejada y retenida en el soporte de la obra. El cuadro representa un mundo de formas geométricas, subjetivas, imaginadas, pensadas, meditadas. Hay una lucha de esas formas, -siempre formas, a veces delicada y significativamente pintadas- en las intimidades del artista ruso que le convierten en un creador. Y todo creador es un profeta, anuncia un mundo futuro.
En los cuadros de Kandinsky, las formas geométricas, - líneas, círculos, triángulos, puntos- establecen un conjunto de fuerzas elementales que en su totalidad hacen visible una armonía maravillosa, seductora, más allá de la percepción natural. Arrastran la atención del espectador a una abstracción inusual. El mundo de los objetos materiales se “ha desacreditado” y ya no es necesaria su representación para ser reflejado en el lienzo. Su universo está escrito en caracteres matemáticos y sólo quien advierta el vigor de esas líneas, puntos, triángulos o círculos podrá apreciar el valor de sus composiciones. El trabajo del pintor ruso revela ese mundo geométrico que en sí ya es un mundo en tensión. Él desveló e hizo comprensible toda su belleza.
Si queremos entender lo más profundo de las obras del siglo XX, en cualquier manifestación creadora, -literatura, música, pintura, escultura, arquitectura, lírica- debemos llegar hasta el fondo del autor y encontrar ahí el origen de su inspiración. Como en Kandinsky. Por eso fue un profeta del siglo.
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De vez en cuando los periódicos nos sorprenden con algunos sondeos de organismos internacionales efectuados en diversas naciones. Ofrecen comparaciones por las que en ciertos aspectos, en esta aldea global, España sale mal parada, sobre todo en lo referente a la formación intelectual. Cada una de esas averiguaciones es un aldabonazo a nuestra autoestima nacional y nuestra moral cae por los suelos. Pero dos o tres días después de la publicación olvidamos el asunto y el olvido nos deja tranquilos hasta la próxima vez que la cuestión aparece, inoportuna.
Últimamente nos dicen que los alumnos españoles en gran medida desconocen lengua, matemáticas y ciencias y en número considerable no comprenden lecturas adecuadas a su edad. De cuanto indican estas encuestas me parece preocupante la incompetencia lectora. También los demás aspectos, pero el que señalo lo considero de mayor importancia porque nuestra cultura se ha venido transmitiendo sobre todo por escrito. Si se entendiese la grafía, las restantes variables las interpretaríamos con mayor o menor esfuerzo porque han sido vertidas todas ellas a la impresión y en ésta han sido condensadas. El devenir histórico se transmite por la escritura principalmente.
La incomprensión lectora genera, al final, analfabetos prácticos porque no sienten seducción hacia un mundo inteligible. El desconocimiento genera desconexión de aquello que no se entiende. En tal situación el individuo queda reducido a un mundo de puras sensaciones, exclusivamente a lo que se ve o se oye en su entorno físico. No eleva sus capacidades más allá de lo inmediato. En definitiva, una sociedad integrada por una masa de iletrados será una sociedad irreflexiva, a merced de quien disponga de los medios generales de comunicación, orales y visuales. La lectura, por el contrario, ofrece al que la practica propuestas reflexivas y personales, al tiempo que origina un criterio ante una información superficial, mostrenca y doctrinaria.
El analfabetismo deja a un pueblo privado de un universo novedoso, ideal e innovador, desprovisto de la capacidad de superar la propia condición. Una sociedad iletrada está incapacitada para renovarse. La ignorancia es un empobrecimiento, la desheredad de un mundo que se nos ha legado desde antiguo y nos ha ido poco a poco creando, alzando sobre la tierra y erigiéndonos sobre nosotros mismos, moralizándonos. La incultura impide hacer de nuestro propio ser una obra de arte irrepetible. Esta carencia reduce el ámbito humano a la mitad de cuanto podríamos tener entorno. Me parece similar a la imposibilidad de percibir la armonía de la música, tan diferente de este ruido ordinario al que estamos condenados en la ciudad sin poderlo eludir, desquiciante.
En la escritura encuentro el lirismo que me desvela el fulgor de un hecho, de la cosa trivial, de la aurora o de un atardecer. Leo el poema y se despierta en mí, lector, los sentidos que adquieren los objetos que me rodean porque otro, el poeta, me los revela. Los creadores me sorprenden en el desamparo y me despiertan al sentido del mundo. Leo y, a pesar de todo, sospecho que no comprendo todo cuanto me quiso decir este dejador de palabras para liberar su espíritu, para aliviar su carga emocional o para alentar mi ánimo desolado de lector. La escritura mantiene el mundo, eleva la aspiración de los hombres, les permite ascender a nuevos ámbitos, aunque sólo sea por inducir a originalidades nunca conocidas. El poeta es creador, también un demiurgo que confecciona ideas y las deja en este mundo como copias olvidadas. La privación de ese decir renovado constantemente entristece porque reduce al ser humano a un abandono al que está condenado en su soledad, evitable a través del diálogo silencioso con los libros.
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En la esquina de la plaza de la ciudad donde he tenido la ocasión de llegar, veo una gran pantalla. Se suceden en ese escenario plano una serie de anuncios de varios productos de consumo, café, cigarrillos, prendas de vestir, automóviles y cosas similares. En esa publicidad aparece también un político que anuncia su persona, sólo su persona. Nadie oye lo que dice. Sólo se puede leer el breve eslogan de su partido. Son tres palabras. Luego el político desaparece, como si fuera a tomar café o a recibir consignas para nuevos mensajes. En la pantalla siguen apareciendo otros anuncios, lencería, escuálidas muchachas en traje de baño, más automóviles, casas de lujo en lugares junto al mar, y otros semejantes, hasta que de nuevo aparece el mismo político con el mismo eslogan. Nada ha cambiado. Se advierte que nada nuevo le han indicado desde la salida anterior ni él ha reflexionado para sugerir otras ideas. Se repite como un autómata. No hay novedad alguna.
¿Qué pensar?
De momento me sorprende ver a una persona equiparable a una oferta de objetos banales. Todo lo que hasta ahora hemos considerado importante y serio se ha convertido en irrelevante, como un automóvil o una pieza de lencería. De este personaje hemos tomado conciencia que su acción se va a disipar en el tiempo, como el perfume de la colonia que lo precede en la sucesión de imágenes o el frescor del desodorante que se promociona a continuación. Así se valora. Todo lo demás es una pura sucesión, aunque para él sea trascendental ocuparse de los asuntos públicos durante cuatro años. Se otorgará a sí mismo una autoestima que afianzará su persona. Imagina su vida con una cierta limitación temporal y de momento nada más. No alcanza su perspectiva más allá de esos cuatro años próximos.
En definitiva, lo importante para el político que ocupará el poder durante cuarenta y ocho meses, para la mayoría se ha convertido en insignificante, aunque con uno u otro criterio el armazón moral de una sociedad va a depender de cómo ejercite la autoridad.
El personaje que aparecía en la amplia pantalla para que todos lo viéramos, aunque él a nadie veía, ha ganado las elecciones al conseguir mayor número de votos que otros, desvanecidos entre la gente. Pero tendrá que pactar. Los demás no han tenido tanta relevancia como él, ni tanto poder de sugestión sus propuestas.
A partir de ahora habrá aduladores en torno a él y en los diarios que no dejará de leer soportará críticas, fundadas a veces y otros días no tanto. También tendrá que reconocer algún error. ¿O no? Pero cuando su gobernanza haya mostrando algún descuido, aunque sea mínimo, los comentaristas a las noticias lo colmarán de insultos y desprecios. Habrá muchos que le desacreditarán. Él, en su soledad, rumiará sus verdades, de las que estará convencido, porque, en el fondo, es una persona decente que tuvo la osadía de aceptar presentarse al gobierno de una sociedad por afán de mejorar la imagen del gobernante y mostrar un proyecto ideal con cierta autoridad. Es íntegro, pero la mayoría de esta sociedad lo despreciará porque no gobierna de acuerdo a quienes no lo votaron, incluso en ciertas ocasiones recibirá críticas de quienes le otorgaron su voto. Algunos también tendrán razón.
El político que ha logrado la mayoría de los votos y ha tenido que pactar, ¿llegará en algún instante a sentir la soledad de haber ganado? Serán momentos que decantarán todas las emociones contradictorias, las contendrán y exaltarán en un mismo núcleo de significación. Pero sólo él lo conocerá, aunque no lo confiese, supongo.
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Inundados de corrupción, estos días emerge toda esa inmundicia oculta, callada por unos y silenciada por otros. Esta España que vivimos es un país que siente asco de sí misma. Muchos quisieran huir a otros mundos más llevaderos, más amables.
A esta circunstancia quieren poner remedio los políticos. Pretenden recabar acuerdos entre ellos, dialogar, tomar conciencia del estado crítico para de inmediato evitar el peligro de una desintegración social. Y ni siquiera en apuros semejantes aciertan. Se han creado un mundo, viven en una burbuja, que les impide a la mayoría, casi a la totalidad, ver el auténtico remedio de tal situación.
Para empezar habría que preguntar por qué es mala la corrupción. ¿Qué criterio determina la maldad del enriquecimiento oculto, tramposo, vergonzante? ¿Por qué los políticos y, en general, los poderosos se avergüenzan de esta actividad en muchos casos suya? En definitiva, ¿por qué son juzgados?
Hay todavía alguna pizca de conciencia para comprender que una acción corrupta es un mal social. ¿Pero qué origen tiene esa conciencia ética? Sin ir muy lejos, tal vez estos políticos que nos gobiernan recuerdan todavía alguna enseñanza de su juventud. Quizá vayan descubriendo en lo que quedó de su formación humanística una remota idea de desdicha, de culpabilidad, de deshonor o de imposible convivencia social. Posiblemente recuerden algún comentario de Platón, de Cervantes, de Gracián, de aquellos profesores de humanidades que han sido poco a poco marginados de los nefastos planes de estudios que en esta democracia han ido cayendo como gotas de plomo candente. Uno tras otro, los planes de estudio, sí, las “logses y loapas”, una después de otra, han sido las causas ocultas, originales, de una podredumbre moral. Estos políticos de hoy no soportaron esos planes, ya lo sé, pero los gestaron con su actitud y aprecio porque no comprendían, lejos del pálpito educativo, la importancia de un humanismo. Se obcecaron en su ignorancia, con su orgullo, por no atender la humilde queja de los docentes que clamaban una y mil veces la importancia de una formación humanística integral.
Ahora estos políticos, compañeros de viaje de políticos corruptos, buscan remediar esta situación de podredumbre moral. Y vuelven a equivocarse cuando “no tienen conciencia de que la literatura y los saberes humanísticos, la cultura y la enseñanza constituyen el líquido amniótico ideal en el que las ideas de democracia, libertad, justicia, laicidad, igualdad, derecho a la crítica, tolerancia, solidaridad, bien común pueden experimentar un vigoroso desarrollo” –escribe Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil.
No basta con pedir perdón. Es una respuesta para el aquí y ahora. No es suficiente legislar para un futuro inmediato. ¡Miren a largo plazo también y restituyan las humanidades al plan de estudios! De lo contrario, habremos perdido la conciencia que nos ha configurado como humanos capaces de una convivencia social. Permitan que aprendamos a ser honrados.