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Cuatro días festivos dan ocasión para acudir a lugares que las lecturas sedentarias incitan previamente a visitar. Cuatro días vacíos uno los llena con ejercicios viajeros, que son meros ejercicios de desentumecimiento invernal y aldeano. Para despabilar las migrañas, uno se esfuerza y sale de su pequeño mundo que le es entrañable y atractivo, también, rutinario y demasiado menguado. Se aprovechan cuatro días de vacación para ampliar horizontes.
En Orihuela, su pueblo y el mío… Sentía necesidad de Miguel Hernández y allá nos fuimos, a Orihuela, un pueblo de frontera, según pude comprender estando allí. Donde mejor se entiende la historia es sobre la geografía que la hizo posible y en donde dejó sus huellas. Aún pueden percibirse restos de un quehacer significativo, referentes de un pasado vivido.
Como en estos pueblos el ímpetu humano más dinámico fue la religión, se crearon muchos templos que aún perduran como hitos de un vigor que mantuvo a los hombres animados en su existir. Fue Orihuela un lugar de frontera y mantiene algunas referencias que aún pueden verse, definiéndola como límite. El templo de las santas Justa y Rufina, la iglesia de Santiago, peregrino en el trasluz de la entrada, alejado de su ruta medieval, Sto. Domingo, la Catedral y alguna otra edificación civil, evocan el pasado. No ha podido contra esas máximas reseñas históricas el ciclón económico de fin del siglo XX. El desarrollismo de España en los años setenta y siguientes se llevó por delante una arquitectura popular, simple, pobre y bellísima, tan histórica y más vividera que los mismos templos y conventos. Pero éstos perduraron y aquella, no. ¿Qué podía parar el vendaval destructor del impulso especulativo?
Algo detuvo, a pesar de su humildad, el afán devastador de los hombres, algo tan significativo hay en Orihuela como los templos y mansiones señoriales, el espíritu de Miguel Hernández. La casa donde vivió es una pequeña edificación blanca, de planta baja. Se ha conservado como homenaje al poeta. La primera impresión que tuve viéndola, en contraste con la mole arquitectónica contigua del convento de Sto. Domingo, fue una emoción por la sencillez donde pudo el espíritu inspirar poesía. En las estancias humildes, enjalbegadas con pobre yeso blanco, vivió un inmenso poeta. La inspiración, pensé, sopla donde quiere y sólo es necesario un alma sensible, atenta a la sugerencia lírica.
-¡Qué poco se precisa para vivir! –oí junto a mí.
Así es. Tres estancias reducidas donde dormía la familia, el portal y una cocina amueblada pobremente con cedazos, badiles y tenazas de la época, integraban el ajuar de la sencillez. Era la cocina, al mismo tiempo, tránsito para salir al corral. En la soga de la roldada del pozo, según se llegaba al patio, me llamaron la atención unos garios ya gastados de tanto uso como hubieron de tener en su día. Más allá, los establos, también exiguos espacios que sugieren escenas de pastor, idas y venidas de Miguel para acomodar cabras y ovejas. Las higueras, en estas fechas invernales, aún permanecían silenciosas, sin brotar. Los almendros ya estaban en flor. No pude evitar pensar en Ramón Sijé y la llamada imperativa del poeta: A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero...
Estos versos o alguno semejante dirigido a él, quise pensar, prolongarán también durante mucho tiempo, mucho, la presencia de Miguel Hernández en su pueblo y seguramente, aunque sea sutil esa presencia, será tan fuerte como los muros de sillares de todas las edificaciones monumentales de Orihuela. Por eso se mantendrá la casita blanca, pobre y entrañable donde vivió este poeta que supo escribir, además, nanas de la cebolla, pensando en su hijo antes de morir tristemente, es decir, injustamente.